¿Privacidad o clandestinidad?
Encontrar un equilibrio adecuado a la hora de concretar y aplicar la distinción entre ofensa y daño no siempre es tarea fácil, pero supone una de las mayores aportaciones del liberalismo político clásico a la hora de acometer los reiterados problemas que la libertad religiosa presenta a la libertad de expresión. Sin duda, la exigencia de límites a esta última por parte de ciertos grupos apelando al respeto a sus creencias religiosas y símbolos sagrados supone una incompatibilidad que pone en riesgo la igualdad jurídica y el principio de no discriminación y, en los casos más graves, la integridad física, la convivencia social y la garantía de los derechos humanos. Ejemplos de estos últimos los encontramos en la prensa europea desde hace décadas, muy sensibilizada ante los casos donde la incompatibilidad proviene del lado del Islam debido a sus graves consecuencias. No es difícil traer al recuerdo los casos de Salman Rushdie y su libro de 1989 Los versos satánicos –en la que aparecían las mujeres del profeta Mahoma como prostitutas, dentro de un sueño de uno de los personajes de la novela y que supuso la amenaza de muerte de su autor, así como la de sus traductores y editores–; el asesinato del director de cine Theo van Gogh a manos de un islamista holandés de origen marroquí –a causa de un cortometraje en el que se realizaba una crítica a la violencia contra la mujer en el Islam–; o el caso de las caricaturas de Mahoma publicadas en el diario danés Jyllands-Posten en 2005 –que provocó numerosas reacciones violentas por parte de grupos musulmanes dentro y fuera de Europa, incluyendo víctimas mortales.
Hacer frente a los intentos de ahogar la libertad de expresión que se practica en tierras lejanas a donde habita mayoritariamente el fundamentalismo religioso y su turba fanática con su hipertrofiada susceptibilidad ante opiniones contrarias es, con todo, un cometido que toda prensa digna de llamarse independiente y demócrata está obligada a realizar. En España, por ejemplo, hubo periódicos que apoyaron al diario danés mencionado publicando las caricaturas cuestionadas, al igual que hubo otros que no se atrevieron o no quisieron publicarlas. El miedo y los intereses a los que uno debe lealtad y salario son libres. Sin embargo, la “temeridad” de la revisa El Jueves o del diario El País al publicar las caricaturas de Mahoma corre el riesgo de convertirse en insensatez si la denuncia va encaminada a mostrar la violación pública y continuada de la pretendida aconfesionalidad de Estado en España, en concreto en Castilla-La Mancha y en particular en algunos municipios de la provincia de Ciudad Real que confunden turismo local con proselitismo religioso, con confesionalismo político y con financiación pública de creencias religiosas, en un claro revival del nacionalcatolicismo que padeció España durante parte del siglo pasado.
La creencia religiosa, como cualquier ámbito de la conciencia es y sólo puede ser privado. El núcleo laicista de la libertad de conciencia se encuentra en la libertad de la individualidad de la conciencia humana, única que posee credenciales legítimas para constituirse en sujeto de Derecho Público. Porque, ¿existen conciencias colectivas? La respuesta sólo puede ser negativa, más allá del ámbito de categorización psicoanalítico o sociológico en su perspectiva histórica. Ni la sociedad como tal, ni colectivo humano alguno tiene conciencia la cual, por sí, sólo es un atributo ontológicamente individual. Por tanto, en sociedades democráticas o que aspiren a serlo, no es legítimo la discriminación positiva de unas determinadas creencias en el espacio público, reservado para la convivencia ciudadana en toda su pluralidad de convicciones. En este sentido toda discriminación positiva supone la humillación y el desprecio al principio de igualdad y de no discriminación jurídica.
Lo más sorprendente es que cualquier crítica dirigida hacia la violación de la aconfesionalidad del Estado, de la igualdad jurídica de todos los ciudadanos y de la libertad de conciencia, o suele ser calificada como ideología política por la hipocresía de salón o suele excitar el victimismo clerical que, vivaracho, ataca aduciendo “¡persecución religiosa!”. El mundo al revés: “o se subvencionan con dinero público mis creencias religiosas privadas y se utilizan los edificios públicos para exponerlos permanentemente o te acuso de anticlericalismo decimonónico, ¡hijoputa!”. Es más, ante la posibilidad o la mera pretensión de hacer cumplir el constitucional Estado aconfesional, tanto la ambición política como la avaricia clerical de sus respectivas élites no desaprovechan la oportunidad para denunciar y exorcizar la esquizofrenia que se crea al conducir al ámbito privado lo que, según defienden denodadamente, no puede ser más que público como expresión de una supuesta mayoría sociológica. Como si el amor, el odio, la alegría, la tristeza, la esperanza o la incertidumbre no fueran expresiones privadas que pueden y deben expresarse públicamente para quien lo considere. ¿Acaso lo privado no puede expresarse públicamente? ¿La estadística sociológica es el criterio para la elaboración y la aplicación de los principios jurídicos? ¿Tan difícil es distinguir entre privado y clandestino? ¿No es posible identificar como sinónimos lo público y lo común? Y “común” es lo que nos une a todos, aquello que sirve como condición de posibilidad de la convivencia a toda una ciudadanía que se organiza en torno al respeto de la individualidad en su pluralidad de convicciones.
La orgía mariana continúa. Hay alcaldes que piden al presidente de la Conferencia Episcopal española el cardenal Rouco Varela –condenado por el Tribunal Supremo en su anterior etapa como Arzobispo de Madrid por encubrir a un pederasta-, que rece “por todos nosotros en estos momentos en los que la situación es tan crítica y que pida a Dios por… [las] …personas que peor lo están pasando para que mejore la situación”. Triste que un gestor de la “cosa pública” se encomiende a la divina providencia para resolver los problemas terrenales. Tal vez la estrategia no sea muy afortunada vistos los precedentes en su propio partido, pues la mismísima ministra de Empleo y Seguridad Social, Fátima Báñez, la de los más de seis millones de parados, se encomienda jocosa a la Virgen del Rocío para salir de la crisis.
¿Cómo era aquello que decía Antonio Machado en su poema El mañana efímero?