Libertad de conciencia

Libertad de conciencia

Desde la perspectiva que ofrece el paso de los siglos, después de tantos exilios, persecuciones, hipocresía, muertes y humillaciones en nuestra historia colectiva debido al hecho de pensar o sentir de modo distinto, no es difícil evitar la tentación de calificar de premonitorio, sintomático e incluso visionario el dato de que la primera vez que la expresión “libertad de conciencia” aparece en la literatura española lo haga en referencia a otro país, Alemania, y sea mencionada por uno de nuestros muchos exiliados en el capítulo LIV de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha. Quien habla es Ricote, el vecino tendero de Sancho Panza, y cuenta cómo tuvo que andar en el destierro por orden de su Majestad a causa de su condición de morisco. Ni en Francia, ni en Italia y, ni mucho menos en Berbería como en el resto de África, tuvieron una acogida que colmase la desventura de su exilio cómo la que tuvieron en Alemania “allí me pareció que se podía vivir con más libertad, porque sus habitadores no miran en delicadezas: cada uno vive como quiere porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia”.

Y es que la libertad de conciencia es la base de toda posible convivencia en paz, mientras que su control y su monopolio abusivo, lo ejerza el poder o la fuerza que sea, es sinónimo de empobrecimiento cultural y personal, de alienación y de sometimiento. La libertad de conciencia es la condición de posibilidad de la educación, de la ciencia, de la búsqueda de la verdad y de una sociedad plenamente democrática compuesta por ciudadanos y no por fieles, insisto. Ese es el núcleo del laicismo y por ello ha sido objeto de tanta difamación en un país, como el nuestro, donde el lenguaje no es sinónimo de reflexión y compromiso sino de monólogos y envidias. Y al contrario de lo que algunos se ocupan de propagar y proclamar –como hace el victimismo persecutorio de la Iglesia católica y de sus acólitos fidelizados por múltiples vías- el laicismo no se ocupa de religión alguna sino, en todo caso, de su estatuto jurídico, cosa que en España posee una traducción muy clara en la Iglesia católica como estructura de dominación económica, social, política, moral y educativa, como detentadora histórica de un poder, legitimado por los distintos Estados y regímenes a lo largo de los siglos, incluyendo los desarrollos posteriores de la confesionalista Constitución de 1978 y a excepción de la Constitución de 1931. Si no a cuenta de qué, en este último periplo mencionado de la normatividad hispana inaugurada en Cádiz, los prelados y sus redes seglares promovieron el levantamiento militar y lo envolvieron en una cruzada de salvación, especialmente terrorífica a partir del día en que se proclamó, no la paz, sino la victoria.

Para el lector avezado en estas lides o para quien pretenda sobrepasar prejuicios y manipulaciones lingüísticas pacatas, es recomendable la obra aparecida hace unas semanas del profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Castilla-La Mancha, en su campus de Cuenca, Ángel Luis López Villaverde, que lleva por título El poder de la Iglesia en la España contemporánea. La llave de las almas y de las aulas. Con gran rigor académico y la claridad del divulgador con vocación docente, a través de esta obra puede realizarse un documentado y accesible recorrido por la evolución histórica del poder eclesiástico en España durante los dos últimos siglos. Además en su primer capítulo se abre el porte filosófico del recorrido histórico, teniendo a Jürgen Habermas como principal referente a la hora de comprender a la Iglesia como institución de poder. Con esta obra, el autor nacido en Almagro, actualiza los estudios sobre la relación entre poder e Iglesia continuando la línea abierta por otros de una historiografía no confesionalista, aunque permeable a la comunicación. Además junto al dominio del hilo histórico, el análisis se enriquece no sólo con la fundamentación filosófica sino con los juicios de la sociología religiosa o los de la historia social y cultural de la política. El resultado es un magnífico texto para el debate, equilibrado, sin caer en la trampa de la asepsia y muy consciente de sus orígenes.