En el paraíso (y VI)
No obstante, aunque la trama crematística de la Iglesia católica se encuentra diseñada desde la ingeniería financiera de una institución que desde finales del siglo XIX, ha aprendido a moverse de forma resuelta en la temporalidad cortoplacista del bipartidismo occidentalizador, formalmente democrático y estructuralmente servil y permeable al sostenimiento de los poderes tradicionales prerrevolucionarios, su estatus como poder y como entidad fundadora de legitimidades en el ámbito sociopolítico no se ha mantenido de forma casual en el embate histórico de los dos últimos siglos.
Junto a su capacidad camaleónica de adaptación a las distintas formas de organización política de la historia y de las culturas, desde los esclavismos, a los feudalismos, los liberalismos, los totalitarismos o las democracias –dicho una vez más, resultado de una naturaleza esquizoide proporcionada por el mensaje neotestamentario que conjuga armónicamente un escatologismo inminente con una Iglesia inserta de modo permanente en un mundo duradero e inmediatamente configurada como poder en el concierto político de los poderes–, la clave última de la que emana la fuerza terrenal de la Iglesia católica proviene del control de las conciencias, un control que se desarrolla bajo los ropajes de tres grandes categorías legitimadoras y al abrigo conceptual de dos ecuaciones, la primera de carácter psíquico y la segunda de carácter onto-social.
La primera legitimidad en la que se envuelve esta institución es de naturaleza ético-cultural, remite a una retórica ética del amor y posee una finalidad civilizadora, benefactora y universal sostenida en la figura construida de un profeta judío erigido a posteriori como fundador de una religión nueva. Esta ética del amor constituye el magma inspirador de todo proceso evangelizador, portador de verdades redentoras y de las buenas intenciones que mueven tanto las cruzadas contra los infieles –llámense, moros, judíos, cristianos ortodoxos, cátaros o rojos-, como en la conversión de paganos, –llámense indígenas precolombinos o africanos famélicos y “fornicadores”–, todo ello conseguido con la convicción fideísta del purificador de almas que ampara a todo psicópata torturador, genocida, encubridor y/o colaborador de diversos géneros de crímenes, como de lesa humanidad o de pederastia.
El segundo elemento de legitimación es de naturaleza pedagógica y se desarrolla sobre el entramado del proselitismo escolar, especialmente infantil, sobre todo a partir de la universalización de la escuela obligatoria y pública. Esta estructura es fundamental para el mantenimiento de la red clientelar futura y, por tanto, la Iglesia católica no duda en presionar a los poderes públicos para introducir, mantener y aumentar tanto la enseñanza de la religión confesional a los pupilos, como el sustento de catequistas acólitos fidelizados o la promoción de una producción contra-intelectual proselitista. La razón es sencilla: si se consigue introducir, desde los primeros años de vida –en los que se conforma tanto el carácter de la persona como la estructura básica de su red neuronal–, el temor de Dios en la conciencia del individuo o la necesidad de su encomienda, el flujo emocional que segrega facilitará la apertura a su palabra revelada, la penetración de la idea de pecado administrada y gestionada por los sacerdotes y la defensa acérrima de sus dogmas.
La tercera legitimidad es de carácter antropológica y entronca con las formas tradicionales de visualización social, tanto de las fiestas como de los ritos de paso que toda religión sincrética, y particularmente el catolicismo, absorbe para integrarse en la vida cultural de los pueblos. Solsticio de invierno o equinoccio de primavera son algunas de las principales festividades abducidas; entre los ritos de paso el nacimiento, la adolescencia, el compromiso amoroso y la muerte. Ritualizar todos estos acontecimientos e integrar las prácticas y los dogmas religiosos en las representaciones de reconocimiento público en la comunidad, contribuye de forma eficaz al control de las conciencias como expresión socializada del caudal escatológico, pedagógicamente fomentado, que se manifiesta como respuesta a la incertidumbre ante la muerte, propia y ajena, o a la inquietud ante el futuro, individual y colectivo.
Los ejes transversales de estas tres categorías legitimadoras –ético-cultural, pedagógica y antropológica– desde las que quedan engarzadas, son abordables tanto desde el psiquismo como desde la ontología social. Psíquicamente, la herida que provocan los miedos y traumas personales y sociales producen un dolor contrario a todo aquello que nos hace fuertes, antitético a la alegría o al placer, que termina generando en el individuo una vulnerabilidad ante la cual la cohorte católica está perfectamente organizada para su acción redentora: hospicios, hospitales, cuarteles, residencias de ancianos, cárceles, campos de refugiados, etc. Onto-socialmente, la avaricia de los prelados y los soldados de su ejército se entiende sobradamente con la ambición del político narcisista de turno, un dúo que encuentra en la credulidad de la masa su aliada imprescindible.
En conclusión, la Iglesia católica posee residencia en el paraíso porque encuentra una sólida residencia en la tierra: la segunda es condición de posibilidad de la primera. Ya nos lo advirtió José María Blanco White, otro exiliado forzoso que penetró como pocos en la naturaleza de la superstición, del fanatismo religioso y de las formas de control clerical cuando, desde Inglaterra, escribía:
“No procuréis que luche
El ignorante pueblo en las querellas
Con que esparcís centellas
De odios inextinguibles
Más que el error a las virtudes temibles.
Mas en vano os exhorto:
Del Fanatismo y la ambición aborto,
Los que tenéis raíces en el cielo
Nunca podéis dejar en paz el suelo”.